top of page

Lo imposible me pasó a mi

“No se me ocurrió comprarme el Kino el día en que me enteré de que iría a EE.UU”

–Macarena Cerda Morales.

  Viernes por la noche. La bohemia carretera santiaguina debería haberse impregnado a mí, de ser así me habría encantado, pero lo único que me penetraba verdaderamente era el aroma, aroma procedente de la mezcla entre mis emociones y las mis doce compañeros embajadores "Made in Chile". Demasiados sentimientos, todos aglomerados en el pecho, lágrimas, de las que se deslizan lento, de las que ruedan rápido, más que un par de abrazos y demasiados besos de mami (mi caso).

IMG-20180814-WA0020.jpg

Los aeropuertos son lugares ruidosos y muy agitados, la verdad es que es un ambiente que te prepara un poco para el siguiente paso. Viajar en avión. La nave despega posterior a desplazarse de manera rauda por la pista, es un despegue forzoso, la estabilización se vuelve dificultosa y afloran sentimientos encontrados, miedo, nervios, un golpe de realidad. ¿Estaba viajando a estados unidos? Sí, eso era justo lo que estaba haciendo. Conversé por aproximadamente una hora con la señora de mi costado izquierdo, ambas tratábamos de ignorar el incesante rugir de las turbinas del avión. Distinguida dama, chilena, exiliada en la época de dictadura, más de cuarenta años viviendo en USA…pero ese es cuento para otro día. Intenté dormir. Me era imposible. Sirvieron la cena. No estuvo mal, pero la comida me pareció carente de sazón. Luego de indagar, descubrí que el hecho de que el sabor de las cosas se volviera, por decirlo así, un poco insípido en altura, era un fenómeno biológico. Vi tres películas. ¿Buena noticia? En los aviones siempre tienen estrenos. Me reí, lloré y frustré. En ese orden. Convulsionadas e inquietas estaban todas mis emociones que, rimbombantes y descontroladas, no hallaban por donde filtrarse al mundo exterior. Lanzaba un par de bromas, luego otra, y después una más. Buscando aceptación social, buscando la paz cuando estaba sentada en un avión a doce mil metros de altura.

IMG-20180814-WA0025.jpg

Diez horas después arribamos al MIA (Miami International Airport) eran las seis treinta y algo de la madrugada, estaba oscuro y el prendido Miami de la tele sería solo una escala. En un típico cúmulo de asientos, de esos frente al sector para abordar el avión, había un televisor, después de comprar el desayuno me dispuse a observarlo, y estaban pasando un programa gringo de noticias variadas, no el Mucho Gusto ni el Bienvenidos. De verdad estaba en EE.UU. A pesar de haber estado en Miami solo por temas de vuelos, alcancé a divisar un par de palmeras desde un ventanal y muchas más cuando tomamos el otro vuelo con dirección a Washington DC, ahí pude ver un soleado Miami, que a las ocho y algo de la mañana yacía imperturbable frente al invierno norteamericano. Volar a D.C fue breve, pero el maní, la Dr. Pepper y la charla fue amena.

Viajamos en bus desde la capital hasta Charlottesville, Virginia. No nos conocíamos, los embajadores argentinos, con quienes nos vimos en el MIA por primera vez, iban en la parte delantera del bus y los chilenos atrás. Chilenos ruidosos, divertidos y ridículamente buena onda. Calzó mi primera impresión. Argentinos pesados, tontos, estirados e indiferentes. Me equivoqué rotundamente, me avergüenza haber pensado así.

Al salir del aeropuerto y estampar mis zapatillas por primera vez sobre las aceras de Washington sentí dos cosas. Frío. Se me congelaron los pocos mocos que tenía y se me helaron las ideas, además, el hecho de verme tan minúscula entre apretados edificios y veloces taxis amarillos contribuyó al sentimiento. Y número dos, un olor particular, indescriptible, aún no logro describirlo, así que decidí apodarle, muy creativamente, "Aroma Washington"

Viajamos en bus desde la capital hasta Charlottesville, Virginia. No nos conocíamos, los embajadores argentinos, con quienes nos vimos en el MIA por primera vez, iban en la parte delantera del bus y los chilenos atrás. Chilenos ruidosos, divertidos y ridículamente buena onda. Calzó mi primera impresión. Argentinos pesados, tontos, estirados e indiferentes. Me equivoqué rotundamente, me avergüenza haber pensado así.

Amar sea quizás un sentimiento demasiado estereotipado, lo escribo porque, en base a lo anterior, presiento que esto sonará extraño. En un mes yo amé. Aprendí a amar a mis mentores gringos, quienes me llenaron de conocimientos, como quién desperdiga una sarta de ideas en una libreta. Amé a mis compañeros y mentores chilenos, encontrando en ellos la patria, el seno materno, una familia, componentes de los que me sentía desprovista, en abandono, una paria. También deseché la imagen del engreído argentino promedio, el quebrado, el idiota, esa imagen tan subjetiva y distorsionada por la propia historia, porque yo amé a mis compañeros embajadores trasandino y a sus mentores también.

Nuestro bus, que se convertiría en vientre de nuestro micro-sincretismo cultural, nos dejó en Charlottesville, donde los desayunos en el hotel serían exagerados, como los almuerzos y las cenas a fuera. Se compartía con todos, había que mezclarse, debíamos aprovechar cada segundo con el contrario, los conocí a todos, le tiré la talla a todos, los argentinos se reían de mis expresiones chilenas y aunque las tradujera para los estadounidenses les costaba entenderlas, recibí más de una aprensión por parte de mis otros mentores; "Oh, Maca, what I'm going to do with you?". Nos paseábamos por la University Of Virginia a diario, por pasillos en que se percibían las vibras de la mismísima historia, aflorando desde maleza, que nacía a través de cada grieta del asfalto hacia un inexorable suicidio, pisé las rocas que Edgar Allan Poe pisó hace muchos años atrás, caminé por los senderos que Jefferson tomó al fundar la UVA, escuché a maestros de su arte, políticos, profesores, estudiosos.

IMG-20180814-WA0023.jpg

El idioma, el maravilloso, rítmico y seductor inglés. No voy a mentir, no voy decir que me pareció un pan de azúcar, es un idioma complejo, acentos hay por montones y formas de hablar miles, una por cada persona que conocí, pero es como un juego, un juego de estrategia, uno en el que tienes que hacer encajar todo en milésimas de segundo, ni siquiera pensarlo, ir hablando e ir creando al mismo tiempo, tratando de sonar como nativo (la interminable lucha) y por supuesto, también traducirte como ser humano, proceso complicado, una lucha contra el ego, una batalla contra los propios demonios.

El tiempo en Charlottesville pareció como meses, siendo que fue menos de una semana. Llegó el día en que dividirían nuestra exótica mezcla argentina-chilena, la mitad a Albuquerque, New Mexico y la otra mitad a Denver, Colorado.

Yo quería ir a Denver, sonaba más extravagante, más conocido, por consecuencia, mejor. Erróneo mi razonar, lo descubrí en Albuquerque. Hermosa ciudad, sí, la de Breaking Bad. Largas carreteras inmiscuidas entre desiertos y montañas enormes, búfalos a las orillas de las autopistas, correcaminos y otros animalitos peculiares, edificios altos y cafés, todo era tan café, tan coherente al hermoso desierto. Una portentosa mixtura entre la cultura mexicana, la estadounidense y la de los pueblos autóctonos de Nuevo México, quienes sufrieron y sufren de un martirio similar al del actual pueblo Mapuche en Chile.

En ABQ conocí mucha gente, trabajé en un banco de comida, en donde distribuían alimentos para los más necesitados, vagabundos sobre todo, de los miles y miles que hay en la casita incubadora del capitalismo. Serví de traductora entre aquellos ancianos latinos que no sabían inglés y los encargados de la institución. Cuando vi que alguien pudo comer gracias a mí, por el solo hecho de “saber” inglés y español, fue cuando me di cuenta del peso que podría llegar a tener el ser "bilingüe".

Albuquerque fue una locura, mi familia gringa me acogió con amor, jugábamos juegos de mesa, salíamos a cenar, les leí cuentos de semana santa a los niños, buscamos dulces de pascua, porque ellos no tenían huevitos de chocolate, tocamos la guitarra, el piano y cantamos, cociné comidas chilenas, salíamos de excursión a las montañas, tenis, béisbol, fútbol americano...a la tiña y al paco pillo.

Volvimos a Washington, tras dos vuelos y un poco más de tres mil kilómetros. Fuimos al U.S Department of State, a la casa blanca, a los monumentos a George Washington, Abraham Lincoln, Thomas Jefferson, Martin Luter King, a Chinatown, y un gran etcétera.

IMG-20180814-WA0024.jpg

Estar en Albuquerque pareció meses, siendo que fueron solo algunas semanas.

Washington es loco, la gente corre, los museos se llenan, las ardillas comen de tu mano, los burritos son gigantes, los policías están en todas partes y en cada paso que das estás caminando sobre la historia de una nación entera.

Poco a poco se diluía la travesía por el país a rayas y estrellas, por la que SOLÍA ser capital de los sueños y las oportunidades PARA TODOS. Les dijimos adiós, más bien, hasta pronto, a nuestros pares argentinos, todos lloramos, nos abrazamos y comprometimos a visitar mutuamente, algunos seguimos en contacto, hablando cada día como si nos conociéramos de toda la vida, desde el "ten un buen día" por la mañana, hasta el infaltable "buenas noches" ya que muchos de nosotros encontramos más que solo amigos en el viaje. En un pestañeo me vi otra vez en Chile, en Santiago, en Linares, con los perritos callejeros y el parche curita a cien, las empanadas de la alameda y los completos del centro, el Linares urbanamente disfrazado…luego para La Puntilla, de Miraflores hacia arriba, con mi familia, que me esperaba ávida, junto a mis vaquitas, pollitos, caballos y perritos.

IMG-20180814-WA0019.jpg
bottom of page